Me cuesta mucho hablar en público. No quiero “destacar” entre los demás alumnos. Me conformo con hacer como los demás y tratar de superar la asignatura, que es lo importante. No me gusta comprometerme en nada, que me suponga un trabajo y un esfuerzo para el que no tengo obligación. Solo me esfuerzo cuando sea imprescindible. En realidad, lo que más me importa es dejar la Universidad cuanto antes. Aquí estoy perdiendo el tiempo, todo es teoría y cada vez más la realidad profesional no la vemos ni en vídeo. Aunque si lo pienso mejor, tampoco se pasa mal. Tengo bastante tiempo libre y no tengo que someterme a la “dictadura” laboral. Ahora, en cualquier empresa, me explotarán…

Cada vez que comienzo una asignatura, me encuentro con alumnos que suelen pensar algunas de las cosas del párrafo anterior. Se encuentran en una situación, como la de los que esperan el autobus.¡Ya vendrá! Dejan pasar el tiempo  para comenzar a estudiar, prolongan las vacaciones todo lo posible. Es una actitud que se conoce con el nombre de pasividad.

 

La pasividad –asegura la escritora italiana Susana Tamaro – es uno de los grandes venenos de nuestro tiempo. Uno se vuelve pasivo en el momento mismo en que decide no crecer más, en el momento en que se detiene porque piensa que no puede o que no debe ir más allá. Es como si girara un conmutador y, al girarlo, nos cerramos ante la riqueza que la vida nos sigue ofreciendo.

La pasividad suele surgir de una frase o de un pensamiento que nos frena ante la idea de acometer algo nuevo. Ciertamente, si durante veinte años jamás me inclino para recoger algo, al llegar el vigésimo primer año la espalda ya no se doblará. ¿Por qué no lo hace? Sencillamente, porque durante mucho tiempo le hemos dicho que era inútil que se doblase. Pero es la mente quien decide eso, no un destino inexorable.

Hay personas que llegan a una edad avanzada con el cuerpo y la mente joven, y no simplemente porque hayan tenido suerte con la salud, sino porque han realizado un prolongado trabajo interior, han sabido alimentar la fuerza de un espíritu que les ha hecho vivir jóvenes durante largo tiempo. Son personas capaces de flexionar su espalda, pero sobre todo de flexionar sus pensamientos. Todavía son capaces de asombrarse y de producir asombro. En vez de juzgar desde la pasividad, saben escuchar y poner interés en las cosas. Han cultivado con respeto y atención su mente y su cuerpo, los han tratado con la dignidad que merecen.

Insisto en la importancia de la diligencia y la firmeza porque el corazón del hombre es un sitio en el que muchas veces el mal se impone sobre el bien precisamente por pasividad. El mal es fácil, banal, espontáneo. No requiere esfuerzo ni oposición. El mal es un atajo. El bien, en cambio, es un recorrido. Un recorrido a veces solitario, áspero, difícil, y en ocasiones también antipopular y lleno de caídas. Por eso, hacer el bien exige rechazar la superficialidad del conformismo y los engaños del prejuicio. El bien es una cosa extremadamente seria. La bondad es un camino severo y, en su severidad, necesita de la fuerza. La bondad, como el amor, requiere fuerza. Requiere valores como la audacia, la paciencia y la espera. La victoria sobre el mal no se consigue caminando en un idílico atardecer por la playa de un mar en calma, sino subiendo por los montes, sorteando zarzas y espinos, asumiendo riesgos. El mal no se puede combatir con el mal, pero tampoco con una retórica vacía sobre el bien y los buenos sentimientos. Para hacer el bien no basta tener buen corazón, también hay que lograr –entre otras cosas– templar el alma y el cuerpo ante los embates de la pasividad.

Los últimos párrafos pertenecen al artículo “la pasividad” que es algo más extenso. Los he copiado porque los comparto plenamente. Su autor es Alfonso Aguiló. He leído todos sus libros y nos conocemos desde hace muchos años. Tiene mucha experiencia en la dirección y gestión de organizaciones de servicios. Estoy pensando en invitarle a clase. Pero, ¿vale la pena?. Desde luego, no pienso invitar a directivos de empresas de servicios a sesiones con los alumnos, hasta que no compruebe con hechos que los alumnos que dicen que quieren seguir la EC, quieran de verdad. Parece que quieren, sin querer asumir la responsabilidad de todo lo que implica esa decisión. ¿Cuándo se decidirán a querer de verdad seguir la EC?