La Unión Europea quiere poner coto a la asentada costumbre de “comprar, usar y tirar” artículos de consumo, entre ellos, los teléfonos móviles. Así lo ha hecho saber recientemente con la publicación de su Plan de Acción para una Economía Circular, que urge a los gobiernos a adoptar normas obligatorias para, por ejemplo, potenciar la reparación de los dispositivos electrónicos.
En este momento, menos del 40% de los aparatos electrónicos se reciclan. El resto va a parar a vertederos en sitios como África, donde la basura de este tipo coopera con la contaminación del medio natural y expone a la población a materiales peligrosos para la salud. Si se calcula que, de seguir al ritmo actual, la UE puede llegar a generar un 70% más de residuos de aquí a 2050, se entenderá la urgencia de frenar esta dinámica del despilfarro.
Es lo que pretende hacer la denominada economía circular. “A los ciudadanos –señala el Plan de Acción–, la economía circular les ofrecerá productos de alta calidad, seguros y funcionales, además de eficientes y asequibles, diseñados para ser reutilizados, reparados y reciclados”.
La idea es que, lo que se compre, dure más. Respecto a los teléfonos móviles, a día de hoy suceden dos cosas: por una parte, la tentación es “aburrirse” pronto del que se ha comprado, al punto de que tres cuartas partes de quienes poseen uno lo desechan antes de que se rompa, y ordenan uno nuevo –los japoneses lo hacen cada 9 meses, los europeos cada 15, y los estadounidenses cada 18–. Por otra, y es lo contradictorio, el informe europeo asegura que a dos de cada tres residentes en la UE le gustaría seguir utilizando sus dispositivos digitales por más tiempo, siempre que su funcionamiento no haya ido a peor.
De momento, ¿qué impide que sea así? Pues un problema “de fábrica”: la obsolescencia programada.
Estrenado ayer, de baja hoy
Bajo el principio de la obsolescencia programada, el fabricante de un producto –en este caso, un electrodoméstico o un teléfono móvil– evita dotarlo de propiedades que puedan garantizarle una vida útil prolongada. Según esta concepción, producir una nevera que dure 30 años no está fuera del alcance de la empresa, que cuenta con los medios tecnológicos para ello, pero diseñarla de este modo implicaría que el comprador no regresara a la tienda en tres décadas.
Puede ocurrir, además, que el artículo en cuestión sufra alguna rotura a los tres o cuatro años. Como en ese periodo el fabricante ha sacado al mercado nuevos modelos, apenas hay piezas de repuesto para sustituir las dañadas en el aparato ya “antiguo”, o son demasiado caras, tanto como lo es la mano de obra. Todo ello convence al usuario de que resulta más económico comprar un artículo nuevo, con lo que ganan el productor y la tienda, y pierden los consumidores y el medio ambiente.
Hasta ahora, sin embargo, ha habido diferencias en el modo en que se concibe la posibilidad de extender la vida útil de unos equipos y otros: si la nevera hace ahora lo mismo que hará en 2030 –enfriar los alimentos para conservarlos en buen estado–, los móviles y otros aparatos de alta tecnología “caducan” con mayor rapidez.
De que no lo hacen porque sea su “inevitable destino”, es muestra el acuerdo al que llegó Apple con sus usuarios para cerrar un caso por la obsolescencia programada de sus iPhones. En 2017, la empresa admitió que ralentizaba a propósito sus móviles a medida que estos acumulaban años de funcionamiento. Con 500 millones de dólares, a razón de 25 dólares por usuario, la compañía de la manzana deja atrás la polémica.
Aunque la mayoría de los smartphones pudieran ser fabricados de manera que duraran significativamente más, los comportamientos de compra de los consumidores y la percepción de su vida útil suelen estar como en foto fija, señala Justine Baulé, de la Universidad de Ottawa.
En su opinión, sería oportuno trabajar en la mayor durabilidad de los componentes de los móviles, para que estos pudieran mantener su valor y se redujeran sus costos de renovación y reparación. Al hacerlo, se ganaría en retención, se preservarían recursos (cada smartphone está compuesto de un un 10% de cobre, un 20% de aluminio, un 15% de otros metales –incluido oro–, un 35% de plástico…), se reduciría el desperdicio, los consumidores ahorrarían y las tecnológicas crearían nuevas fuentes de ganancias, ampliando los servicios de reparación, por ejemplo, o volviendo a comercializar aparatos de segunda mano con el software actualizado.
No destruir lo que sirve
La Comisión Europea quiere que intenciones como las anteriores se traduzcan en normas concretas. En el documento, Bruselas aboga por que se mejore la durabilidad de los bienes de consumo, además de su capacidad de ser reparados; que se incremente, en su elaboración, el porcentaje de componentes reciclables, y que se restrinja el empleo de aquellos de un solo uso y la obsolescencia prematura.
De igual modo, pretende que se prohíba la destrucción de los bienes que estén en buen estado y que no se hayan vendido, y que se incentive el modelo de “producto como servicio”, en el que el fabricante asume la responsabilidad por todo el ciclo de vida útil de su mercancía.
Bruselas trabajará además para establecer la reparación como un nuevo derecho, que garantice a los consumidores la disponibilidad de componentes y de sitios adonde llevar sus equipos si necesitan arreglos, así como una mejoría de sus servicios. Una “Iniciativa sobre Electrónica Circular” agrupará todos los instrumentos nuevos y ya creados en esta área.
La adopción de la perspectiva circular puede arrojar resultados rápidamente en ámbitos como, por ejemplo, el empleo. Según el Plan de Acción, entre 2012 y 2018 el número de puestos de trabajo en este tipo de economía creció un 5% en la Unión Europea, hasta alcanzar los cuatro millones.
En cuanto a los ecologistas, han dado la bienvenida al Plan. Jean-Pierre Schweitzer, del European Environmental Bureau, una red que agrupa a organizaciones de este corte, dice al New York Times que “las medidas que desea tomar la Comisión respecto a los productos y su reparación son muy, muy buenas”. “La gente está preparada” para ellas, asegura, si bien echa en falta que Bruselas no fije objetivos de obligatorio cumplimiento, que posibiliten verificar la reducción del consumo de recursos.
Luis Luque