Tenemos que partir de la base de que el hombre está hecho para amar y ser amado. El amor consiste en la donación de uno mismo, en la búsqueda continua del bien del otro. Es lógico pensar que nuestra principal tarea es la de aprender a amar. Para ello es necesario, a su vez, aprender y entrenar la generosidad, que es expresión del amor, del modo en que nos damos a los demás. Puesto que existe esta relación entre el amor y la donación de nosotros mismos, debemos convencernos de que cuanto mayor sea nuestro amor, mayor será lo que estemos dispuestos a dar.
Podríamos definir la generosidad como la virtud que nos conduce a compartir nuestros bienes-incluyendo el mayor bien posible, nuestro propio ser-con los demás, buscando con ello promover su propio bien. La persona generosa experimenta un gozo profundo en realizar el acto propio de su virtud, que consiste en dar-se, en entregar-se a los demás. No lo experimenta como algo costoso o difícil. Le sale ser generosa y disfruta siéndolo.
La generosidad tiene una versión superior, la magnanimidad. Esta es la disposición a dar más de lo que se espera, de entregarse hasta el final. Nos volvemos magnánimos a través de pequeños actos de generosidad diarios, cuando aprendemos a pensar y desear en grande a partir de las cosas pequeñas. La magnanimidad implica el deseo de ser generosos, grandes y audaces.
Estos párrafos están tomados de un artículo que he buscado para ilustrar este vídeo de 2 minutos sobre una escena de la película, «el mejor verano de mi vida».
Te sugiero que te preguntes si este ha sido «el mejor verano de tu vida». Antes disfruta del vídeo y después, si quieres, lee el artículo