Los empleos en la industria tabacalera española se desvanecen como el humo. Altadis (empresa que nació de la fusión de la francesa Seita y la española Tabacalera) anunció en 2016 el cierre de su fábrica en Logroño, en la que trabajan 471 personas. Desde 1999, la empresa ha ido cerrando las 12 fábricas que tenía en España, y ya solo le quedará una en Santander para elaborar cigarros puros. Se produjo una gran conmoción en La Rioja, una región donde no abundan las grandes empresas y que registra una tasa de paro del 13,6%.
Si para el empleo es una mala noticia, desde el punto de vista de la salud indica un progreso. Llevamos años de campañas sanitarias anti-tabaco, de aumento de los impuestos que gravan el producto, de leyes que prohíben fumar en recintos públicos, de prohibición de publicidad, ¿nos puede extrañar que se reduzca el mercado? El porcentaje de adultos que fuman ha pasado del 40% en los años ochenta al 24% actual. Altadis asegura que la venta de cigarrillos en los últimos cinco años ha caído un 45%. Si el Ministerio de Industria lamenta la pérdida de la fábrica riojana, el de Sanidad debería cantar victoria.
En estos tiempos de lucha contra el paro, es natural que seamos más sensibles al lado negativo de la pérdida de empleos. Hay que lamentarlo por los trabajadores y sus familias. Pero también aquí hay que elegir. No podemos exigir que las tabacaleras mantengan su producción como fuente de empleo y de recaudación fiscal, mientras la política oficial desaconseja el consumo del tabaco. La venta bajo el lema “fumar mata” solo puede acabar matando el empleo en este sector.
¿No es acaso inevitable? En la economía hay un conjunto de lo que podríamos llamar “empleos tóxicos”, que fomentan la actividad y a la vez crean otros problemas. La minería del carbón es otro clásico en España. Es una industria deficitaria, que no podría subsistir en un régimen de libre mercado y se mantiene aún con ayudas públicas; está reñida con el medio ambiente, en una época en que se trata de reducir las emisiones de CO2; da empleo a muy pocos y encarece la factura de electricidad de todos. Si preguntamos a los ecologistas, también habría que considerar empleos tóxicos a los de las centrales nucleares, aunque estas al menos tienen su razón de ser económica y de política energética.
Fue el economista Joseph Schumpeter (1883-1950) quien señaló la “destrucción creativa” de empleo como uno de los rasgos del proceso de innovación capitalista. A raíz de la aparición de nuevos productos, de nuevos métodos, de nuevos mercados o de nuevas fuentes de materias primas, se destruyen viejas empresas y modelos de negocio, para crear otros nuevos. En este proceso de innovación, habría que añadir hoy día los cambios en la opinión pública que descalifican ciertos productos o métodos de fabricación.
Lo que algunos economistas discuten hoy es si tras la revolución digital la “destrucción creativa” está eliminando más empleos de los que crea. Su visión es que las industrias antiguas eran más intensivas en empleo mientras que los gigantes tecnológicos de hoy pueden eliminar centenares de miles de puestos de trabajo mientras dan empleo solo a unos centenares.
La destrucción de empleo es una preocupación que siempre ha acompañado al maquinismo. Pero también las máquinas de fabricación de cigarrillos eliminaron a Carmen y las cigarreras. Más que mantener producciones inviables, lo inteligente sería adelantarse para descubrir dónde pueden estar los nuevos yacimientos de empleo.
Fuente: El Sónar. Blog de Ignacio Aréchega