En nuestro mundo actual sobreabundan los mensajes de éxito. Todo es crecimiento, productividad, eficacia, competitividad y eficiencia. Todo es resultado y rentabilidad. Listas de rankings. Posición en la tabla. Pole position personal. Es obvio que dicha mentalidad capitalista es necesaria si queremos que una determinada empresa rinda, pero es profundamente injusta cuando se la aplicamos a los seres humanos.
Nada genera más desazón, molestia y malestar que cruzarse con un triunfador. Esa persona que no para de recordarnos lo bien que la va, los viajes que hace, el número de metros cuadrados de su casa, el cochazo que acaba de comprarse, la pasta gansa que gana. Hay algo inhumano en dicha actitud, algo tremendamente falso. Algo que genera cierto rechazo.
El hombre de éxito nos resulta un pedante, quizás porque nos genera cierta envidia –por qué no decirlo–, pero sobre todo porque no nos parece real. Todos sabemos que el éxito continuo no es ni sano, ni bueno, ni frecuente.
La experiencia vital nos enseña que lo normal es fracasar. Es más, que dicho fracaso es el que nos hace mejores. No amamos a la persona amada por sus virtudes. No queremos a nuestros hijos porque saquen buenas notas o porque destaquen en algo. Más bien es todo lo contrario: los queremos mucho más cuanto peor les va, cuantos más problemas tienen, cuanta más ayuda necesitan. Y esa mala época, esa noche oscura del alma que diría San Juan de la Cruz, es la que nos acerca a la verdad, a la humildad, a la aceptación de la realidad.
Cuando un hijo tiene de todo, cuando una relación no ha estado sometida a ninguna crisis, cuando una empresa no ha tenido que hipotecarse, cuando el estudiante saca buenas notas sin necesidad de estudiar, está marcando su final. Todos sabemos que fracasar es fundamental. Nos enseña a combatir y a resistir. Menuda paradoja.Las jóvenes generaciones son poco resilientes porque no tienen ni idea de qué hacer cuando vienen mal dadas. Nula tolerancia a la frustración. Ese es el mal de nuestro tiempo.
La vida es dura, está repleta de altibajos, sin sabores, días malos y días peores. La vida mancha, pincha, duele, pica, fastidia, cansa. Por eso es tan sumamente atractiva. Y aquí viene la auténtica paradoja. Si nunca lo has pasado mal, jamás podrás pasarlo bien.
Cuando la pareja supera la crisis matrimonial, cuando nos enfrentamos al bache económico, cuando superamos una adicción, una caída en los infiernos, una mala racha. Cuando tenemos que pararlo todo porque empezamos las sesiones de quimioterapia. Es en ese momento cuando la cosa cambia, cuando conocemos las cosas tal y como son. Y es entonces, y solo entonces, cuando crecemos. El árbol necesita ser podado para ser más fuerte.
La humillación nos hace humildes. Las derrotas nos enseñan a disfrutar mucho más de las victorias. Los platos que mejor saben son los que comemos con menos frecuencia. Uno alcanza las más altas cotas de placer después de someterse a una sesión de ayuno dopaminérgico.
Fuente: fragmentos de un artículo de ACEPRENSA, titulado «La utilidad del fracaso» de Luis Gutiérrez Rojas