Hoy en día, el ser humano vive al albur de su propio yo, se ha convertido en su principal dictador, puesto que vive pendiente de lo que hará, a dónde irá, qué sentirá, qué comprará, (…). Esta dependencia le impide al hombre descubrir el profundo sentido de su vida que debería estar enraizado en verdades incontestables, en una buena educación y en unos principios morales sólidos. El bajo nivel de los dos últimos aspectos en esta sociedad, junto con un muy bajo nivel de formación que impera en nuestras Universidades, dan lugar a una sociedad débil para razonar, más proclive a las emociones que a la razón, y por tanto mucho más manejable desde el ámbito político y el mediático. Al relegar la razón se pierde el pensamiento crítico, motor del conocimiento, y hasta la capacidad de comprometerse con lo que vaya más allá de lo que apetece o se desea.
El emotivismo y el raciocinio representan dos enfoques diferentes para entender y tomar decisiones. Las decisiones basadas en nuestras emociones son más rápidas, más volátiles e impiden considerar las consecuencias, a largo plazo, de las que uno podría arrepentirse. Para responder a nuestras emociones, en su justo punto y no dejarnos llevar por ellas de manera impulsiva, lo primero sería identificarlas, conocer sus causas y decidir cómo actuar frente a ellas. Sin embargo, hay situaciones que para resolverlas se requiere, calma y análisis, y en las que no es prudente dejarse llevar solo por las emociones, sino que hay que ponderarlas a la luz de la razón y emplear mucha dedicación, no sólo, para confirmarlas sino también para conservarlas, como ocurre a la hora de elegir unos estudios, un trabajo o a la persona con la que compartir la vida.
Para lograr la deseada armonía entre sentimientos y razón, que va a condicionar nuestras vidas, hay que conocerse bien y aprender a manejar correctamente esas dos facultades del ser humano. Por un lado, las emociones pueden fomentar la empatía y la comprensión entre las personas, aunque, al mismo tiempo, las relaciones que generan suelen ser pasajeras, a veces dañinas, y pueden nublar nuestra razón. Por otro lado, las relaciones bien fundamentadas proporcionan estabilidad y claridad. Indudablemente, las relaciones interpersonales no pueden basarse únicamente en la razón porque carecerían de la calidez emocional que siempre nos ayuda.
Las emociones y la razón deben combinarse convenientemente en lugar de enfrentarse. Ambas son dos facultades esenciales del ser humano y pueden complementarse de manera efectiva en la toma de decisiones equilibrada, en las relaciones interpersonales sólidas, en la resolución de conflictos, en el auto-conocimiento, en la adaptación a las diferentes circunstancias, (…). Es decir, en lugar de ver las emociones y la razón como opuestas, es más útil considerarlas dos grandes aliadas que, cuando se combinan apropiadamente, pueden enriquecer nuestra vida personal y social. Para lograr un equilibrio entre la emotividad y la razón, haría falta invertir muchos recursos en educación y formación de las personas, de otra forma los sistemas democráticos consiguen desarrollar leyes inmorales e injustas (aborto, eutanasia, (…)) por el simple hecho de que la mayoría se alcanza con una población poco culta y sin principios, muy manejable por emociones y sin razones objetivas que las sustenten.
El emotivismo se presenta en nuestras vidas con fuerza y de la mano de otros “ismos”, como el relativismo, el consumismo, el hedonismo (…), puesto que, cada día, nos dejamos llevar más por: opiniones, caprichos y deseos, que son los que acaban dirigiendo nuestra vida. Ya no hay verdad o mentira, bien o mal, porque se ha anulado cualquier principio de autoridad moral, dando más importancia a los juicios morales individuales, aunque no tengan base alguna, reforzando la corriente emotivista. La falta de unos principios morales incuestionables es una muestra más del nihilismo de Nietzsche, vigente todavía en nuestra sociedad, que niega la existencia de un Dios creador que ama lo creado y que imprime en cada uno de nosotros una conciencia del bien y del mal. Si los criterios morales estuvieran basados en las preferencias personales de cada uno, sería imposible que existieran criterios de vida válidos para todas las personas.
Esta corriente está influyendo negativamente sobre la sociedad actual, y sobre todo entre los jóvenes, quienes pretenden determinar sus identidades y relaciones por medio de sus emociones o deseos. Los jóvenes suelen sentirse cómodos expresando sus emociones, lo que es positivo, pero, al mismo tiempo, se sienten obligados a lidiar con la necesidad de una validación emocional constante, bien sea en redes o presencialmente, lo que les lleva a reducir los afectos a las emociones. Además, los deseos están siendo considerados como derechos, como ocurre con el deseo a tener un hijo o a abortar, ambos convertidos en derechos.
Para enfrentar el emotivismo, lo mejor, sin duda, es salir de nuestra zona de confort, de la prisión de nuestros deseos y reforzar nuestro sentido de la vida, que no puede quedarse al margen de la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza. Sin lugar a dudas, descubrir y realzar la belleza de la familia, institución natural en la que se nos quiere y en la que aprendemos a amar, es una manera de capear el emotivismo
En resumen, el emotivismo actual pretende erigirse en un nuevo código social capaz de sustituir las reglas del juego de la vida moral y política. Y además, uno de los peores efectos nocivos de esta corriente es el desvanecimiento de la reflexión crítica y del análisis racional, lo que provoca el debilitamiento de la libertad y la responsabilidad de las personas. También, se aprecia que el compromiso personal está siendo desbancado por la transitoriedad de la vida emocional o del deseo. Así que, ciertamente las emociones están en alza o conquistando un terreno que no les corresponde.
Extracto del artículo con el mismo título publicado en El Confidencial Digital y en Woman Essentia
Ver en este blog: La tiranía del emotivismo