Supongamos que el gerente de un banco valora pedir a sus empleados que vendan a los clientes un producto financiero de elevado riesgo presentándolo como un depósito ordinario garantizado.
Económica. Estimará los resultados económicos que se pueden esperar de la operación. Calculará el beneficio, descontando, en el mejor de los casos, los posibles costes derivados de multas o de la pérdida de confianza de los clientes.
Social. Tendrá en cuenta los aspectos laborales y profesionales no económicos, como su satisfacción por el deber cumplido, su capacidad para resolver una situación compleja o el hecho de no enfrentarse a su superior y permitir que la paz reine en la oficina.
Ética. Sopesará las consecuencias morales de sus actos, tanto sobre él mismo como sobre sus empleados.
El criterio económico guiará la mayor parte de decisiones en casos como este, lo cual es lógico, puesto que hablamos de organizaciones caracterizadas por el ánimo de lucro. Sin embargo, los criterios social y ético tienen una relevancia nada desdeñable. Las mentiras tienden a multiplicarse y se acaba creando una cultura corporativa de baja moralidad. Si los empleados han tenido que recurrir al engaño para buscar el beneficio de la empresa, es probable que no vean impedimento para hacerlo de nuevo en busca del suyo propio.
O puede que los empleados que no quieran ser partícipes del fraude acaben abandonando la organización y así queden solo los menos honrados, con previsibles consecuencias para el prestigio y la rentabilidad de la empresa.
Antonio Argandoña, profesor emérito del IESE, expone en el artículo «Las virtudes en el directivo» las razones por las que suele producirse el desencuentro entre valores y empresa.
Las decisiones suelen ser complejas, hay que actuar con rapidez y existe mucha presión para lograr los máximos beneficios en el menor plazo posible.
Los equipos pueden ser muy grandes y resulta difícil cambiar su rumbo.
Proceso de socialización.
«Así se trabaja en esta casa» o «debes hacerlo si quieres ser uno de los nuestros» son otros lemas que anulan las críticas, apelando al sentido de la lealtad y al deseo de pertenencia de los empleados.
Nada de lo anterior tendría grandes consecuencias si la sociedad en su conjunto no estuviera gobernada por valores como el individualismo, el utilitarismo, el emotivismo y el relativismo.
lograr buenos resultados. Pero todos conocemos casos de empresas poco éticas a las que les va bastante bien. Del mismo modo, advierte que actuar con rectitud no es garantía de éxito.
Un proceso de aprendizaje
Lo realmente importante de nuestras decisiones, señala Argandoña, es el impacto que tienen en las personas. Así, con el devenir del tiempo, se puede crear un entorno de compromiso, intercambio de conocimientos y desarrollo de capacidades que beneficie a la empresa, o se puede instaurar un clima de desmotivación y desconfianza tanto entre los empleados como entre los clientes, proveedores y socios.
La cuestión final es: ¿cómo trasladamos estos valores a nuestro equipo? ¿Cómo se crea una cultura corporativa ética?
La argumentación teórica, los códigos de conducta, los incentivos positivos y negativos y el apoyo social suman a la hora de movilizar al conjunto de la organización a comportase de forma virtuosa. Sin embargo, predicar con el ejemplo es la forma más eficaz de instaurar buenas y malas costumbres: en el caso del banco, la mala conducta del directivo creará el efecto imitación en los empleados, acabará creando una cultura corporativa de baja moralidad y así se resentirán el prestigio y la rentabilidad de la empresa.
Fuente: IESE Insight
Ver también: «La ética en la empresa y la ética del directivo«