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Ignacio García de Léaniz analiza en este artículo
(publicado en El Mundo
el 12.5.11
)  el exitoso documental ‘Inside job’ en el que se retrata
la terrible crisis económica que padecemos. Considera que la codicia y un
cierto sadismo de los ‘tiburones’ financieros sólo podían llevarnos a esta
situación.
 
Decía Hannah Arendt que la voluntad de comprensión, esa que
lleva a investigar y soportar la carga que nuestro tiempo ha puesto sobre
nuestros hombros sin negar su existencia ni derrumbarse bajo su peso, resultaba
a la postre «el modo específicamente humano de estar vivo». Y justamente sobre
la posibilidad de desarrollar tal facultad comprensiva -que es al cabo la que
nos permite emitir juicios- fundaba la pensadora judeo-alemana la grandeza de
la república frente a los regímenes no democráticos.
Pues bien, es precisamente ese afán de comprensión tan arendtiano lo que nos representa de manera
dramática el laureado documental Inside
job
 de Charles Ferguson. Sus
120 minutos de duración en los que Ferguson nos ofrece un retrato integral de
la peor crisis financiera mundial desde la Gran Depresión, tan inexplicada como
inexplicable, dejan a cualquier espectador en un estado de shock comprensivo ante el cúmulo de evidencias y
declaraciones que el film va destilando ante una pantalla convertida en la
pared sombría de la caverna de Platón.
A todo ello contribuye sin duda el elenco que conforma el dramatis personae de los diversos personajes que
aparecen entrevistados: desde Strauss-Kahn a Christine LaGarde, pasando por los
profesores Feldstein, Rogoff y Roubini, ejecutivos de Citigroup y Moody’s,
especuladores como Soros, diversos cargos de la Administración americana así
como coaches, terapeutas y
prostitutas que tuvieron contacto con los núcleos directivos de Lehman
Brothers, Merrill Lynch, Bearn Stearns, Goldman Sachs et alii mientras se hundían para siempre
los fundamentos últimos de nuestra creencia en un sistema financiero prudente,
orientado al cliente y basado en un mínimo moral.
Y entre varias otras cosas y lecturas a cada cual más
interesante, la cinta nos presenta un materia imprescindible para comprender qué antropología
subyacía en los agentes causales de la Crisis 
y
cuáles fueron las condiciones que hicieron posible conductas tan hondamente
criminales por parte de varios Ceos del mundo financiero con la connivencia
política. Así y en primer lugar, se observa a lo largo de la obra cómo hay una
correlación directa entre la disminución progresiva de los mecanismos
regulatorios de la actividad financiera iniciada hace treinta años -en virtud
de la ideología neoliberal imperante- y la creciente anomia moral de las elites
directivas de la banca de inversión, como se venía insinuando en las anteriores
crisis financieras de los 80 y principios del 2000.
En términos de Freud, podíamos explicarlo como que el aflojamiento
del «súper-yo»; en este caso la coerción externa sobre el entramado financiero
que imperaba tras la experiencia traumática de 1929 con la creación de la SEC
ha dado rienda suelta al desbordamiento de impulsos primitivos del «yo» bien
perniciosos, como hemos tenido la triste ocasión de padecer. Como si la
conciencia moral primaria de dichas elites no hubiera sido en última instancia
otra cosa que mera «angustia social» y nada más que eso. Lo cual resulta
insuficiente cuando lo «social», en este caso la SEC y la agencias
calificadoras dejan de cumplir su misión fiscalizadora en maridaje con el poder
político. Se cumple así, letra a letra, aquel corolario que un Freud desolado
al hilo de la Gran Guerra, escribe en 1915: «Allí
donde la comunidad se abstiene de todo reproche cesa también la yugulación de
los impulsos perversos y los hombres cometen actos de crueldad, malicia,
traición y brutalidad cuya posibilidad se hubiera creído incompatible con su
nivel cultural».
 Cuando
la triple AAA significa cualquier cosa -bonos basura incluidos-, el
desbordamiento de la aguas apresadas del yo está servido. Y ya Pascal nos había
prevenido respecto de él sentenciando mucho antes que el médico austriaco: «El
yo es odioso».
Desinhibidos los impulsos primitivos de los directivos de
Wall Street, ¿a dónde se dirigen entonces sus pulsiones libidinosas de un yo
incapaz ya en su ceguera moral de consideraciones altruistas o meramente
responsables? Pues precisamente al objeto con que opera la banca: el dinero,
como si la codicia fuese el perpetuum
mobile
 que buscase placer en
la posesión siempre infinita de la mayor parte del todo. Por eso podían darse
salarios de 485 millones de dólares y bonos de 131 millones, o las cifras de
retribución e incentivos que se manejaban en nuestro propio sector bancario.
Ahora bien, la codicia plantea un problema de ambivalencia:
todo lo que tiene de pulsión del Eros lo tiene en su envés de pulsión de
Tánatos o de muerte pues nunca se verá saciada. Por eso, cabe entender con
nitidez el matiz sádico que comportaba: siendo el dinero finito, lo detraído a
otros (clientes inclusive) causaría más pronto que tarde 50 millones de empleos
perdidos a escala mundial y unos costes cifrados en 20 billones de dólares sólo
en Estados Unidos. Y todas sus propiedades acumuladas que desfilan por la
película -solamente Lehmann Brothers tenía 60 aviones privados- no resultan, en
su desmesura, otra cosa que el símbolo del gran terror a la muerte. La
dialéctica irreversible que conduciría antes o después a la quiebra del sistema
y de sus propias organizaciones vendría a significar el impulso de
auto-destrucción que Freud adivinó al socaire del sadismo.
En segundo lugar, esta psicología del «señorito
insatisfecho» de la que hablaba Ortega en su concepto de «hombre-masa» y que la
película exhibe -algún día habrá que meditar seriamente cómo las masas en el
preciso sentido orteguiano se han hecho con el poder en las empresas y
especialmente en la banca de un tiempo a esta parte-, lleva en su vivir
instantáneo y eternamente presente la necesidad compulsiva de cada vez nuevas
experiencias de vértigo. Las
adicciones están, pues, servidas, y más aquellas que ayudan a silenciar los
ecos lejanos de una conciencia moral exangüe
. Por eso, se entiende muy
bien algo que Ferguson destaca una y otra vez en la película: el alto consumo
de cocaína entre las elites de Wall Street (y en nuestros entornos
organizacionales, añado yo), íntimamente ligado a la necesidad de unos ingresos
elevados, como fenómeno de reacción y compensación.
Ahora bien, el carácter adictivo de dicha droga proporciona
una compensación inmediata pero supone una auto-agresión con efectos
destructivos a medio plazo, además de poner en tela de juico el sereno
equilibrio necesario para la toma de decisiones directivas y financieras. Todo
ello se anuda congruentemente con otro matiz muy relevante que Ferguson trae a
colación: el recurso compulsivo a la prostitución de lujo (1600 $/hora), donde
una vez más la pulsión sexual adictiva revela una angustia existencial cuanto
menos poco compatible con la prudencia e higiene mental directivas. No es
aventurado decir que tales formas de huída y alivio de la realidad van
íntimamente unidos a la pérdida de sentido de la economía y productos
financieros, a su desconexión con el estado real de cosas y, por lo tanto, al
carácter delirante de la naturaleza de la crisis causada.
Hay un pasaje en el film que resume la quiebra
antropológica -que siempre comporta una bancarrota moral- a la que nos
referimos. La refiere el presidente del FMI, tras una cena con la FED, la
Administración y los mayores bancos del país. En un momento de la sobremesa,
espeta un banquero con la aquiescencia del resto de sus colegas: «Todos aquí sabemos que lo que
ha ocurrido se debe a nuestra codicia pero la culpa no es nuestra, la culpa es
vuestra por no regular Wall Street. La codicia es un sentimiento humano y
ustedes deberían haberla puesto freno»
. La negación y transferencia de
la culpa por un lado y la revelación de las pulsiones primitivas más negativas
remite directamente, por una parte, a la estulticia moral y, por otra, a formas
psicopáticas muy graves. Si bien se mira, ha resultado muy elevado el precio de
nuestro querer comprender el sustrato humano de los agentes de la Crisis.
Y ya que con rigor histórico se puede afirmar que nunca tan
pocos hicieron tanto daño a tantos en este Armagedón forjado, en primera instancia, en Wall
Street para ser después imitado por el sistema financiero europeo, cabe muy
bien aplicarles aquella sentencia del propio Freud cuando asistía contristado
al encanallamiento de las elites europeas: «En
realidad, tales hombres no han caído tan bajo como temíamos, porque tampoco se
habían elevado tanto como nos figurábamos».
 Y, de paso, entre todos quitar el
reconocimiento social al mundo financiero, incluido el nuestro. Son los
pequeños beneficios del comprender, esto es, de sentirnos todavía vivos.
Ignacio García de Leániz Caprile es
profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.