Siempre me han gustado los bosques, pero no esos enclaves artificiales, creados por el hombre, que sirven como viveros, especializados en muy pocas especies. El bosque que me resulta alucinante es el bosque autóctono, en el que se dan cita diversas especies arbóreas y con un rico sotobosque.
Algo así ocurre en las familias, en las que se observan diferentes personajes. Las diferencias dentro de la familia son súper importantes, porque aportan diversidad de perspectivas, ayudan al crecimiento personal y fomentan la empatía.
En las relaciones familiares, la empatía se ve reforzada cuando existen diferencias, porque nos obligan a ponernos en el lugar del otro, a entender sus vivencias y sus emociones. Hace años, me llamó la atención uno de mis alumnos en tercero de ESO, bastante inteligente, poco trabajador, y con mucha personalidad. Sus padres, con una situación económica desahogada, habían formado una familia numerosa, con siete hijos, el mayor de ellos era mi alumno. Me sorprendí de la situación, pero mi asombro fue aún mayor cuando su madre me dijo: “Nosotros educamos a todos nuestros hijos como hijos únicos”. Un planteamiento muy atractivo e interesante: cada uno como si fuera hijo único, el que me interesa en ese momento, al que valoro por encima de todo.
Tenemos que esforzarnos por comprender a los demás, para eso no es suficiente con oír sus argumentos, es necesario una escucha empática, ponernos en lugar del otro, pero no para corregir y dar consejos, simplemente para hacernos cargo de sus problemas, sus incertidumbres, sus angustias y sus alegrías. Ponernos en su lugar con todas las consecuencias.
Hemos de valorar las diferencias de los demás y tener el coraje de ser nosotros mismos, sin tener miedo a mostrarnos tal como somos, siempre, aunque nos cueste. Benedicto XVI exhortaba a los jóvenes: “No tengáis miedo de ser diferentes y de ser criticados por los que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos y también los adultos, especialmente los alejados del Evangelio, tienen profunda necesidad de ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo. Entrad en diálogo con todos, pero sed vosotros mismos”. Pienso que esto es perfectamente aplicable para los jóvenes y para todos.
Tenemos que dar gracias a Dios por esa diversidad enriquecedora. Para ello, podemos marcarnos algunos objetivos:
- Ser constructores de puentes: personas que trabajan para conectar y fortalecer la comunicación, el entendimiento y la empatía entre los miembros de la familia. Son los que, muchas veces de modo inadvertido, promueven la armonía, que están allí a la hora de resolver pequeños conflictos, y que apoyan un ambiente de apoyo y confianza.
- Esforzarnos por comprender a los demás. Hoy día, sin darnos cuenta, eliminamos de raíz el derecho que tienen los otros a discrepar, a ser diferentes y tener sus propias posiciones contrarias e, incluso, opuestas a las nuestras.
- Valorar el pluralismo. En nuestra vida no encontramos dos almas iguales. Todos procuramos amar a Dios, pero con estilo y personalidad propios, sin imitar a nadie.
- Cultivar las virtudes de la convivencia. No perdamos la paz, ni el buen humor. Y para eso, cuidemos la presencia de Dios. Y en el día a día, hemos de descubrir qué podemos esperar y qué podemos pedir a cada uno, que no será a todos los mismo. Pedir a Dios el don de la oportunidad. Pequeños cambios pueden marcar una gran diferencia. Y todo con alegría: eficaz caldo de amplio espectro frente a los estados de ánimo debilitados.
- Ejercitarnos en el agradecimiento. En primer lugar, agradecimiento interior por los beneficios recibidos; segundo, dando gracias a Dios con la palabra, y, en tercer lugar, procurando recompensar al que nos ha hecho un favor.
Las relaciones familiares son como la música, porque una nota sola, pues suena la nota y ya está. Me gustaría que a través de mi trabajo, de mi pequeña aportación al hogar, hacer que cada nota, se sienta unida a otras notas, formando esa sinfonía. Y que se cree esa familia. Que hace que todos se sientan a gusto en esta familia. Y el hilo conductor de esas relaciones personales es la amabilidad, que pone a cada uno en su sitio y genera buen ambiente, lo que se suele decir buen rollo. Nadie es un fracaso real y absoluto. Solo hay un verdadero fracaso: la persona que no es fiel a lo mejor de sí misma.
Por Alberto García Chavida

