Las actividades artísticas están experimentando, como casi todas las actividades económicas, un cambio profundo que implica nuevas formas de producción y de comercialización. El lugar común atribuye estos cambios a la irrupción de un universo tecnológico digital que, como describe otro cliché, modifica la relación de los ciudadanos o consumidores con la manifestación artística. Esto es particularmente cierto en el caso del mercado de consumo de música. Hasta no mucho tiempo atrás, la estructura de producción y, por decirlo así, de disfrute del producto musical venía tipificada por una estructura (más o menos) tradicional de producción, formada por estudios o productoras, riesgo financiero o industrial, manufactura, y traslado de precios a un mercado de consumidores que remuneraban la producción y lo que iba envuelto en ella, la creación. Este microuniverso está cambiando a velocidad uniformemente acelerada y, como suele suceder en los cambios acelerados, promete conflictos intensos y alguno sin solución.
El meollo de la música en esta etapa digital se describe así: la cadena que va desde la producción al consumidor ya no está en manos de discográficas, que entregan un producto manufacturado, sino bajo la tutela de aplicaciones que controlan el consumo de música online. Puesto en términos sin anglicismos, la música se escucha a través del móvil; se obtiene (se baja) de plataformas o aplicaciones como Deezer, Spotify o Apple Music, que se financian con publicidad (como un portal cualquiera) o con las suscripciones de los melómanos. Que no engañen los nombres disneyianos de las aplicaciones: son empresas poderosas que controlan férreamente el mercado y mantienen a distancia cualquier sentimentalismo sobre el arte y el poder benéfico de la música.
A grandes rasgos, podría decirse que los artistas son ahora rehenes de las aplicaciones. Un músico necesita hoy de las redes sociales para difundir su música; y el medio de producción para conseguirlo, antes llamado discográfica) se llama ahora aplicación. Una cuestión previa, que quizá nunca se responda, es si la producción tradicional podía sobrevivir al seísmo digital, a la piratería y a las descargas gratuitas, primera oleada del cambio que se ha producido después. La respuesta más probable es negativa. Una segunda cuestión relevante para el mercado musical es si en el traslado de un medio a otro el músico o creador ha perdido capacidad de control sobre su producción y, sobre todo, si su rentabilidad relativa ha disminuido. Aquí, la respuesta más probable es positiva. Los indicios conocidos indican que el músico apenas recibe el 7% del ingreso final de la plataforma por la obra que ha compuesto. Casi lo mismo cabe decir de la literatura.
El conflicto queda planteado entre un creador desincentivado (puede ser perfectamente un escritor o un guionistas si está en su misma situación) y un mercado que necesita del producto. Por la vía del desincentivo el mercado puede acabar en el agotamiento o en la nostalgia; y el músico, que sostiene la renovación del mercado, se encuentra huyendo hacia la retribución de los conciertos, espectacular pero circunstancial en términos de ingresos, el marketing (figuritas, ropas gadgets) o crearse un nombre en el paisaje de la celebridad y dedicarse a vender jabones, perfumes o relojes desde la publicidad televisiva. Todos los casos mencionados son malos para el negocio.
El negocio de la música necesita con urgencia un nuevo equilibrio. La clave puede estar en que las aplicaciones entiendan que su papel no es sólo distribuir la música existente sino también, y quizá principalmente, estimular la creación de una nueva. Un papel que hacían, con mejor o peor fortuna a través de la asunción de riesgos las discográficas hoy exangües. No es buena política esterilizar la fuente de los beneficios.
Fuente: Negocios (El País)
Ver también: “La música digital sube de volumen“
3 comentarios en “En busca de la armonía”
Cierto es que es un poco injusto, para los artistas, que son quien realmente se esfuerzan para que los consumidores puedan tener algo que escuchar en su tiempo libre, música que escuchan con aplicaciones, que mayoritariamente se financian de publicidad. Esto provoca, sin duda, que estos artistas vayan a cobrar mucho menos de lo que podrían obtener si se vendiese todo el trabajo a través de una discográfica. Pero desgraciadamente estamos en 2016, y funcionamos prácticamente con tecnología, por lo que si el artista quiere estar a la orden del día y tener gran éxito, no les queda otra que distribuir su música por aplicaciones para el móvil.
Personalmente estoy de acuerdo con la política que se está llevando a cabo en este tipo de aplicaciones, haciendo que el artista cobre menos que anteriormente; esto como en cualquier mercado provoca que al haber menos incentivos, “los grandes” se esfuercen menos y de paso a personas desconocidas, que gracias a las redes sociales y al mundo de internet se están dando a conocer y se están haciendo un hueco en el mundo de la música (raro es el día que no pongan una canción nueva en la radio de un grupo nuevo que no hayas odio hablar antes). Todo esto da lugar a que se esté provocando una diversificación de la música, creándose nuevos estilos, entendiendo la música de otra manera. Gracias a esta gente que empieza de la nada, como un hobby, que incluso provocan que los grandes sigan la estela de estos nuevos estilos (sin llegar a innovar) para no caerse del carro.
Es muy injusto para los músicos percibir tan ínfimas cantidades de dinero en comparación a lo que se llevan estas empresas. Cosas como que YouTube “done” parte de los ingresos que gana un artista graba una cover de una canción, al compositor de la misma (ejemplo: una versión de “Mi carro”, Manolo Escobar se llevaría el 50%) no me parece un panorama nada justo para la gente que se está intentado ganar la vida en el mundo de la música, que ya es un sitio bastante complicado donde ganarse la vida como para estar poniéndoles trabas.